lunes, 2 de mayo de 2011

CORAL- Capítulo 2

Resumen de lo anterior:

Félix es un joven que bajo la tutoría de su tía María estudia el Bachillerato en Logroño. Estando muy cercanos los exámenes de la Reválida de Grado Superior su tía enferma y al necesitar de sus cuidados, no puede prepararlos convenientemente.


En el desarrollo de las pruebas su tía fallece y Félix es suspendido. Hasta el año próximo no hay nueva convocatoria de exámenes por lo que tiene que volver al pueblito del Valle de Allín donde nació y donde residen sus padres.

Durante su estancia en el pueblo, cierto día, llega una caravana de gitanos que acampa a las orillas del río y cerca del puente grande. Félix entabla amistad con dos de los gitanos, Mauricio y Coral que son hermanos…


(...Continuación)

Y llegó la hora de la despedida. Aquella tarde Coral me buscó por el pueblo y me encontró en el frontón, jugando a la pelota con mis amigos y con su hermano Mauricio que nuevamente nos dio un recital de payasadas. Me llamó desde lejos y dijo:

- Félix, venía a decirte que mañana temprano nos vamos.

- Y, ¿a dónde?

- A mi padre le he oído comentar que dirección a Las Améscoas, quiere llegar pasando los primeros pueblos de Álava hasta Santa Cruz de Campezo y luego regresar a Estella.

Me quedé cortado y no sabía que decir, apenas pude balbucear alguna palabra

- Bueno, pues adiós… ¿cuándo te volveré a ver…?

- No lo sé. Veo que te pones triste, ¿por qué...?

- Pues porque me gustaría que te quedaras…

- A mí también me fastidia marchar, tú me “camelas”

- Tú me gustas, Coral, ¡sí!...

A la mañana siguiente me desperté muy temprano, había dormido bastante mal y había pensado mucho en aquella gitanita que tanto me gustaba.

Tenía algo que me recorría por el estómago, acompañado de un nerviosismo que no sabría describir.

Me venían a la cabeza todos nuestros encuentros desde el primer día que la conocí. Su figura la tenía permanente en mi cabeza, su mirada, su sonrisa, su hablar, su todo.

Y ahora que yo sentía algo raro por ella dentro de mí, se me iba, no la volvería a ver y no había sido capaz al despedirme, de decirle algo más, de explicarle esto que me pasaba. ¿Me estaba enamorando? ¿Sería eso el amor? ¿Pero cómo era posible que me gustara una gitana hasta ese punto? ¿Y ella que sentiría por mí?

Sí, me había dicho que yo le caía bien pero de ahí a igualar lo que a mí me estaba pasando. ¿Y si solo me quisiera como amigo?

Me hacía yo mismo estas y otras mil preguntas a las que no les encontraba ninguna respuesta, solo divagaciones.

Me estaba comiendo la cabeza que en cualquier momento estallaría y los sesos se me hacían agua.

Así que tomé la decisión de ir hacia la chopera de los alrededores del río donde estaban acampados los gitanos.

Por el camino voy pensando en que si todavía los gitanos no se han ido, al menos, puedo volver a ver otra vez a Coral y si me siento con fuerzas y los nervios no me atenazan, le confesaré algo de lo que estoy viviendo.

Así lo hago.

Cuando llego y camuflado entre los chopos, observo como los gitanos mayores están atando una yegua a cada uno de los carromatos.

Ya han cargado todas sus pertenencias y las familias están dispuestas para la marcha.

Los viejos y los más pequeños dentro de los carruajes, los demás parece ser que irán andando y los potrillos de las yeguas siguiendo a sus madres.

Veo a Coral con un balde como tira agua sobre el círculo de piedras donde estuvo el fuego, pero ya es demasiado tarde. No me atrevo a ir hacia ella.

Terminan de atar otra yegua y un caballo a las traseras de los carromatos y el jefe ordena el inicio de la marcha.

Salgo de la chopera hacia el camino y Mauricio que acierta a verme hace un gesto y viene hacia mí. Emite su sonido gutural característico y mete la mano a uno de los bolsillos de su vieja y rota chaqueta, de dónde saca un pajarico que tiene la pata atada con una cuerda y que agita sus alas con frenesí.

Me lo entrega y sorprendido por su gesto, le comento:

- ¡Gracias, Mauricio! Según me contó alguna vez, tu hermana Coral, lo que más valor tiene para vosotros los gitanos es la libertad. También las aves y todos los animales tienen derecho a disfrutar de ella. Deja que este pajarillo sea también libre.

Seguidamente desanudé la cuerda y el pajarillo echó a volar.

Mauricio puso cara de sorpresa y seguro que no entendió nada de lo que le había dicho, pero volvió en sí y soltó su enorme carcajada.

Instintivamente le doy un abrazo y él me corresponde con fuerza con dos ó tres.

- ¡Adiós, Mauricio ¡

Coral que a lo lejos ha presenciado la escena levanta su mano y agitándola me dice

- ¡Adiós, Félix, nos veremos!...

La caravana de gitanos sube el puente medieval y las cuestas del pueblo y toma el camino de la ermita de San Blas, desde donde accederán a la carretera en dirección a Zudaire y Las Améscoas.





Esta ermita en la que hemos quedado en muchas ocasiones, pequeña, vieja y con una parte del techo derruido por la acción del tiempo, a punto de desplomarse y en donde, a través de su ventana de barrotes y sin cristales, hemos depositado alguna moneda de limosna, con el deseo de que el santo obispo nos proteja la garganta y además nos traiga suerte y felicidad.

Pasó el tiempo y a Coral no la volví a ver.

La recordaba a cada instante, estaba melancólico y pensaba seriamente en que debía de estar enamorado. Era la primera vez que me pasaba esto y mis amigos del pueblo viéndome en este lamentable estado, me tomaban el pelo miserablemente y me decían:

- A ti lo que te pasa es que te ha hecho “tilín” la gitana.

Creo que no iban descaminados.

Como Coral me había comentado las rutas que solían hacer, me pasé los meses siguientes viajando en bicicleta, que tenía que pedir prestada, a los pueblos lindantes y cercanos, pues no tenía vehículo alguno de locomoción que no fuera el de San Fernando.


Me recorrí todos los puentes, choperas, eras y plazas habidas y por haber, buscando a mi amada sin éxito alguno.

Me harté de preguntar a las gentes por la caravana de gitanos, dándoles pelos y señales y lo más que conseguí fue que me dijeran que, si habían visto algunos gitanos, ya no estaban.

Chupé vientos, frío y alguna pájara, por mi poca actitud con la bicicleta, y muchos reniegos en mi casa que no cesaban de preguntarme a donde iba con la jodida bicicleta, tanto viaje y tanto pedir prestado el vehículo a los vecinos y amigos, que estaban de hacerme favores hasta las pelotas.

De esta forma y desesperado por no haber sabido nada de Coral, ni tener ningún contacto, se pasó el resto de aquel año.

Al año siguiente, y en Julio, tuve en Logroño la convocatoria para la segunda parte del examen de Reválida de Grado Superior que me había quedado. La nota que me dieron en la prueba de calificación fue de un 6 y por tanto la definitiva quedó establecida en un 5’8 –Aprobado-

Había conseguido el título de Bachiller Superior y regresé al pueblo para descansar unos días y plantearme que es lo que podía hacer en adelante y dialogar sobre ello con mis padres.

Las fiestas de Estella comenzaban el primer viernes del mes de Agosto y ahora que estaba completamente liberado de las tareas del estudio, tenía unas ganas tremendas de acudir a ellas a divertirme por todo lo alto y celebrar mi aprobado.

Mi madre tenía un primo que residía en esa ciudad y tenía un montón de hijos, no recuerdo si eran 7 u 8, más chicas que chicos.

Era una familia extraordinaria y de hospitalidad súper-generosa. Me recibieron con los brazos abiertos. Me preguntaron qué cuántos días me pensaba quedar y al contestarles que sólo el fin de semana, ellos me dijeron que ni hablar, que me quedara para todas las fiestas, que no había ningún problema, que compartiría cama con uno de sus chicos, José Miguel, que era más o menos de mi edad y que él estaría a mi disposición para llevarme a todos los sitios y enseñarme lo que fuera de menester, como así fue.

Que buen chico el primo José Miguel aunque, la verdad, un poco tímido pero muy culto.

El primer día de fiestas nos levantamos para la hora del encierro.

Estella estaba repleta de gente vestida de blanco y rojo con una animación extraordinaria que se palpaba en el ambiente.

Las gentes de la merindad se habían dado cita y los forasteros abundaban por doquier con lo que la algarabía en la calle era considerable, aumentada aún, si cabe más, por el ruido de las peñas y charangas con el estruendo de sus bombos.

Nos colocamos en la Calle Mayor pero fuera del vallado, pues ninguno de los dos éramos valientes corredores (yo, particularmente, en pasando de caracol, huyo de todo lo que tenga cuernos) y presenciamos como los mozos corrían delante de las vacas hasta la Plaza de Toros que era el final del recorrido. Hasta allí también nos fuimos nosotros y tomamos asiento en una de sus incomodas gradas para asistir a la suelta de vacas que “torearían” los aficionados y que tanto gusta a la gente.

Como a mí el asunto no me hacía demasiada gracia, con la mirada me estaba entreteniendo en dar vueltas a la plaza y ver al personal, cuando a lo lejos divisé un grupo de gitanas y entre ellas me pareció distinguir la cara y el cuerpo de Coral.

El corazón me dio un vuelco y me empezó a palpitar a mil por hora. Notaba que se me iba a salir del pecho y que me podía dar algo.

Lleno de nerviosismo traté de hacerle señas pero estaba bastante distante y desistí por lo que decidí acercarme hacia ella.

Le dije a José Miguel que me acompañara que quería saludar a una amiga.

Conforme me acercaba comprobé que efectivamente era Coral. Le grité por su nombre y ella al verme dejó sus compañeras y se vino hacia mí.

- ¡Hola, Coral!

-¡Hola, Félix!

- Cuanto tiempo sin verte. ¿Cómo estás?

-Yo bien ¿y tú?

- Ya ves, bien también

-¿Que has venido a fiestas?

- Sí, me voy a quedar unos días. Y… ¿Mauricio...?

-Se quedó con mis padres por la zona de Los Arcos. Vine en el autobús pues aquí tengo ahora viviendo una “penchi” (hermana) de mi madre. Su marido entró a “currelar” a una fábrica de las afueras que está a la orilla del río y les van a dar pronto un piso.

- Esas, ¿son tus amigas?

-Sí y “romañis” (familiares)

- Esos gitanos que están con ellas, ¿los conoces?

-Sí, estamos “tos ajuntaos”

- Sabes que, todo este tiempo sin vernos, te he echado mucho de menos. Tengo unas ganas tremendas de estar contigo y charlar tranquilamente. Además quiero decirte algo muy importante y necesito que estemos solos. ¿Cuándo puede ser?

- No sé… va a ser “mu” difícil. Estoy todo el día con ellos y si se dan cuenta que me largo con un payo o estoy mucho rato con él, se va a liar. Hay mucho gentío por los sitios y no quiero que nos vean juntos y solos. Lo de la gitana y el payo ó al revés, ya sabes que mi raza, por sus leyes, no lo admite. Lo que podemos hacer es que cuando nos crucemos por la calle o nos veamos en la plaza o en algún sitio, disimuladamente y cuando me sea posible, ya me las arreglaré yo para irte a buscar, pero tú no digas nada ni me llames. Por la noche vamos ir a la verbena de la plaza, si tu vas ya te veré. Y ahora me tengo que ir, ¡adiós!

Me quedé de piedra con aquello que acababa de oír, pero que le íbamos a hacer, la situación es la que mandaba.

En el pueblo no había existido por mi parte ningún recelo en que nos vieran juntos y aquí en la ciudad me tenía que amoldar a unos prejuicios que me parecían arcaicos y raciales.

A ver por qué coño yo no podía estar con la persona que me saliera de ahí.

¿Qué mal hacíamos?...

No entendía nada, vivíamos en un mundo de mierda donde las apariencias eran las que mandaban.

A todo esto, José Miguel, que había presenciado a corta distancia todo lo que había sucedido, estaba más alucinado que yo y me dijo con guasa:

- Pero “primo”, ¿ahora te da por las gitanas? No tienes suficientes chicas en el pueblo, aquí en Estella ó en Logroño que te tienes que ir a por las de raza calé. La verdad es que está buena, ¿te la has jodido…?

Yo le contesté:

- Tú, José Miguel, aparte de ser un “tontolaba” que se mata a pajas, eres un salido y un mal pensado y no sigas por ahí. Coral es mi amiga, me gusta y punto. ¡A ti que te importa!

El resto del día no vi a Coral aparecer por ningún sitio.

Antes del mediodía, nos reunimos con varios amigos comunes, con la idea de sobre las siete de la tarde preparar un guateque en la terraza de la casa de uno de ellos y comprar algo de bebida, que según costumbre y porque la economía no estaba para muchos dispendios consistiría en unas botellas de vino blanco peleón y una de vermut que revueltas se convertían en nuestra pócima milagrosa y desata lenguas.

Las chicas cogían unos “pedos” de órdago, que aprovechábamos para bailar apretaditos y sobarlas un poco.

Lo peor era cuando se les pasaba el colocón y comenzaban las vomitonas, los lloros y que dirá mi madre si me lleváis a casa en este estado.

Dimos unas vueltas y conocimos a unas chicas de Madrid y nos enrollamos con ellas y las invitamos a que acudieran a nuestra fiesta a lo que accedieron sin ningún reparo.

A José Miguel le habían regalado cuatro invitaciones para los toros y después de un tira y afloja seleccionando a las que llevábamos con nosotros, ya que los dos, ¡puñetera casualidad! queríamos llevar a la misma, quedamos con las dos elegidas antes de que empezara la corrida, a la puerta de la plaza.

Llegaron puntuales y muy preparadas, ¡rediós! como se notaba que eran de la capital. Vestidos de tirantes, amplios escotes y bien maquilladas.

Tomamos nuestros asientos en la última de las gradas, que por eso las entradas eran “por la cara” y todos muy juntos ya que el espacio a ocupar no daba para mucho.

Nuestros brazos pegaban con los de nuestras acompañantes y de vez en cuando rozaban sus tetas y con las piernas recogidas, aprisionadas por las espaldas de los de adelante, padecimos un verdadero suplicio chino, más que el de los pobres novillos que se estaban lidiando.

La corrida terminó, no nos habíamos enterado de mucho porque nuestros ojos habían estado más pendientes de los escotes de las “pavas” que de lo que sucedía en el coso.

Salimos todos sudados y asfixiaditos y tomamos una cerveza en un bar de los alrededores de la plaza, que también estaba repleto de gente, y tranquilamente nos encaminamos para la casa con terraza donde se iba a celebrar el guateque.

Al llegar la gente ya estaba a su rollo y el brebaje preparado.

Era un salón de un primer piso que parecía no estar habitado, con una mueble librería vacía en la pared, una mesa ovalada que se había retirado para poder hacer sitio, unas sillas y un sofá.

Un “pick-up” de maleta con dos altavoces presidía la sesión y una carpeta de plástico que guardaba discos de 45 r.p.m. de donde se extraían los microsurcos a pinchar: rock, twist y enseguida piezas de ritmo lento para “achuchar”.

Alguno de nuestros amigos ya andaba dándose el lote.

José Miguel y yo nos pusimos a bailar con nuestras dos acompañantes de la corrida, no sin antes, nuevamente, haber parlamentado quien bailaría con quién, sin llegar a ningún acuerdo, pues los dos queríamos de pareja a la misma chica que se llamaba Mari Carmen y que era un bombón.

Así que nos las turnamos, pero como la que más arrimaba era la otra amiga, de nombre Inés, que era algo mas rellenita de carnes, mi primo que andaba bastante picadillo, decidió seguir y terminar la sesión con ella y así poder dar rienda suelta a sus bajos deseos libidinosos, que no fueron más allá de un fuerte calentón.

Terminada la fiesta acompañamos a las chicas a sus casas y quedamos para el baile de la noche en la plaza.

Nos habían caído muy bien estas mozas.

Ellas y sus amigas eran una cuadrilla divertida y sobre todo bastante liberales y adelantadas, que para eso eran de la capital del reino.

Y en cuanto al asunto del arrime no le daban la menor importancia. No sabíamos qué pasaría si alguno llegaba más lejos e intentaba el revolcón.

Después de cenar con la familia y comentar con José Miguel los incidentes del día, salimos por la noche a la verbena de la plaza San Juan.

El ambiente estaba muy animado.

Había cantidad de gente, cuadrillas de chicos y chicas, parejas y gente mayor que procuraba sentarse en los bancos de la plaza o en las terrazas y veladores de los bares de alrededor.

La orquesta, con una programación muy bien estudiada, primeramente atacaba con piezas alegres y de ritmo para ir animando a la multitud a que saliera a bailar. Una vez caldeado el ambiente, tocaba piezas para los mayores a base de pasodobles, valses, tangos, rancheras y todo ese repertorio tradicional y clásico de cualquier baile. Cumplido el objetivo de cansar a los mayores para que de esa forma se fueran cuanto antes a dormir, terminaba con marcha para los jóvenes, intercalada con algunas piezas lentas con las que las parejitas pudieran arrullarse.

Llegamos pronto, dimos unas cuantas vueltas examinando el personal, y haciendo alguna tontería y gamberrada que otra, hasta que nos encontramos con las de Madrid y su cuadrilla.

Nos juntamos y en esas estábamos, un baile con una, un baile con otra.

Cuando había conseguido quitarme de encima al pelmazo de mi primo y entablar conversación y baile, todo seguido con Mari Carmen, apareció Coral vestida de navarrica: alpargatas blancas con cintas rojas, falda y blusa blanca, faja y pañuelo rojo al cuello.

Venía sola y al verla rápidamente me solté de Mari Carmen, como si estuviera haciendo algo malo.

Le pedí disculpas diciéndole que enseguida volvía, que tenía que saludar a una amiga que no veía hacía mucho tiempo y me fui hacia Coral.

(...continuará)

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